La mayoría de asesinatos de líderes y lideresas indígenas del 2019 tuvo que ver con el control de sus territorios, la presencia de grupos armados ilegales y el negocio del narcotráfico.
“Es muy difícil ser defensor de derechos humanos cuando a dos minutos de tu posición están los sicarios”, asume con resignación un hombre de piel morena, cabello oscuro y ropa sencilla. Un indígena más del norte del Cauca que pide que su nombre se mantenga en reserva por la última ola de violencia que desde hace dos años azota a su comunidad y a su territorio.
“Para los defensores de derechos humanos que hemos decidido quedarnos en el territorio ha significado estar cambiando de casa a cada rato, incluso noches de dormir en el monte”, medidas que algunos líderes han tomado a raíz de la proliferación de panfletos contra autoridades, guardias y comuneros indígenas. Algunos han tenido consecuencias letales. Otros solo han buscado desestabilizar operativa y emocionalmente el proceso organizativo de diferentes comunidades indígenas.
Según Somos Defensores, una organización que le hace seguimiento a la situación del liderazgo social en el país, los asesinatos contra líderes y lideresas indígenas en todo el territorio nacional pasaron de 24 en el 2018 a 32 en el 2019, un incremento porcentual del 33 %. Por su parte, la Defensoría del Pueblo asegura que en el 2018 ocurrieron 30 y en el 2019, 33.
De manera recurrente, los pueblos indígenas han sido objeto de violencia en el marco del conflicto armado. El Registro Único de Víctimas (RUV) registra 384.886 víctimas de etnia indígena, pero el reconocimiento de los derechos que les garantizarían, entre otras cosas, la libre determinación política, la tenencia de la tierra y la obligación del Estado a la consulta previa para intervenir sus territorios solo les fueron aseguradas hasta finales del siglo pasado, por medio del Convenio N° 169 de la Organización Internacional del Trabajo (OIT), ratificado en la Ley 21 de 1991, la Constitución de 1991 y sentencias de la Corte Constitucional.
Hoy, la perpetuación del conflicto en sus territorios ancestrales ha potencializado el incumplimiento de derechos de los pueblos indígenas, entre ellos el de la vida. Por esta razón, los liderazgos de comunidades originarias aún se ven en peligro, como ocurrió el 11 de septiembre del 2020 con los asesinatos del líder Oliveiro Conejo y su hija Jackeline Conejo en la vereda Las Delicias, del municipio de Buenos Aires, Cauca. Este líder era coordinador del Programa de Salud del Cabildo Indígena de Totoró y, como muchos otros casos en los que líderes y lideresas indígenas han sido asesinados, los responsables no han sido identificados.
Al requerirle información a la Fiscalía General de la Nación, mediante un derecho de petición, sobre el número de casos de homicidios contra líderes y lideresas sociales en los que había culpables capturados, procesados o encarcelados, para la publicación de este reportaje, el ente acusador nunca respondió, a pesar de que en el documento se le envió los nombres y apellidos, municipios y fechas de los asesinatos.
Según el Censo Nacional de Población y Vivienda realizado en el 2018 por el Departamento Administrativo Nacional de Estadística (DANE), en Colombia existen 1’905.617 personas autoreconocidas como indígenas, quienes aseguraron pertenecer a 115 pueblos indígenas nativos. Los tres departamentos con mayor población indígena son La Guajira (394.683), Cauca (308.455) y Nariño (206.455); las mismas regiones donde se imponen los registros más altos de amenazas y asesinatos de sus líderes y lideresas sociales.
Las hostilidades contra estos pueblos derivan, en muchos casos, del control territorial que ejercen sobre sus territorios ancestrales, y una de las figuras más importantes para ello es la Guardia Indígena. Las comunidades acusan que sobre su territorio ha habido gran interés por la riqueza natural que ostenta y explican que del 2018 para atrás la minería ilegal, y la respuesta en oposición de los líderes y lideresas a esta práctica, ha sido un riesgo latente. Sin embargo, este no fue el mayor flagelo para el pueblo indígena en el 2019.
Uno de los patrones es “la presencia de grupos armados versus control territorial de las guardias y autoridades indígenas frente a la no aceptación de grupos armados y el tema de los cultivos de uso ilícito. Muchas de estas situaciones se han conectado a estos asuntos que tienen que ver con esta disputa territorial para controlar las economías ilegales”, explica Jhoe Sauca, coordinador del Programa de Defensa de la Vida y los Derechos Humanos del Consejo Regional Indígena del Cauca (CRIC). Sin embargo, es enfático en aclarar que el problema de fondo no es el narcotráfico, sino que este es un efecto de “un problema más grande”: el incumplimiento del Acuerdo de Paz (2016) y particularmente del Programa Nacional Integral de Sustitución de Cultivos de Uso Ilícito (PNIS). Sobre este último, varios campesinos en diferentes partes del país han denunciado incumplimientos en el Programa y organizaciones como la Fundación Ideas para la Paz (FIP) advierten sobre las consecuencias que el incumplimiento trae para la legitimidad del Estado.
“Hay una crisis sobre el Acuerdo de Paz que la genera el gobierno por falta de voluntad política y eso se deriva, sin entrar a justificar, en que algunos excombatientes hayan vuelto a las armas. Como hay otros que no se desmovilizaron”, explica.
Según Aída Quilcué, consejera de derechos humanos de la Organización Nacional Indígena de Colombia (ONIC), el ejercicio de control territorial en muchos casos ha significado un impedimento para las rutas del narcotráfico y los actores armados detrás del negocio de las drogas. “Nosotros (las comunidades indígenas) lo controlamos porque es nuestro territorio y porque es nuestra casa, pero los grupos armados tienen un interés de permanecer y ejercer sus acciones delincuenciales”, explica.
Según las cifras de afectaciones a los derechos humanos de la ONIC, entre el gobierno Santos y el lectivo gobierno Duque, los registros han experimentado un aumento. Entre el 24 de noviembre de 2016 al 6 de agosto de 2018 (620 días del gobiernos Santos) y del 7 de agosto de 2018 al 31 de diciembre de 2019 (511 días del gobierno Duque), el total de afectaciones a los derechos humanos de los pueblos indígenas en todo el territorio nacional pasaron de 19.124 a 24.521. “Hay casos que nosotros no podemos reportar porque las mismas comunidades y autoridades nos piden que no reportemos. Si lo reportamos sería un riesgo más para la comunidad”, aclara la consejera de derechos humanos de la ONIC.
Las cifras más altas se registraron en masivos desplazamientos forzados, manteniéndose sobre 6.300 en cada periodo; y el confinamiento, que pasó de 12.338 a 12.766 casos. “El confinamiento ocurre cuando las comunidades están amenazadas por distintos grupos armados y la gente está sitiada en cierto lugar, y no puede entrar siquiera la comida porque primero tiene que darle razón al Ejército de cuántos miembros de la familia son, todo es controlado. En otros casos lo controla la guerrilla, en otros las disidencias (de las FARC), en otros los paramilitares. En esos casos la comunidad está prácticamente secuestrada”, explica Quilcué.
Desde noviembre de 2016 hasta el 22 de agosto de 2019, el desplazamiento forzado ha afectado especialmente a las comunidades de los departamentos de Chocó (3.575), Cauca (1.312) y Nariño (1.180). Desde el 2019, explica la consejera de derechos humanos de la ONIC, han vuelto a aparecer minas antipersonal y el reclutamiento forzado de menores de edad: “se incrementa no solamente en Chocó sino en el Cauca y otras regiones del país. Luego, tras el confinamiento (por la pandemia del coronavirus), más que todo en la región Pacífico”.
Aída Quilcué es la consejera de derechos humanos de la Organización Nacional Indígena de Colombia (ONIC).
Foto: Enrique Ramírez, comunicaciones CRIC
El proyecto cumbre del gobierno Duque para hacerle frente a las crecientes cifras de asesinatos y agresiones contra líderes y lideresas sociales se sintetiza en el Plan de Acción Oportuna (PAO), creado en el 2018. El Ministerio del Interior es quien encabeza la ejecución de este esfuerzo de trabajo conjunto entre diferentes instituciones encargadas de brindar la seguridad para las y los defensores de derechos humanos. Sin embargo, al mandar un cuestionario sobre la situación de los liderazgos indígenas en La Guajira, Cauca y Nariño en los últimos cuatro años, y el impacto del PAO para brindarle garantías a este sector étnico, el director encargado de la Dirección de Asuntos Indígenas, Rom y Minorías del Ministerio del Interior, Fernando Aguirre Tejada, redireccionó el 10 de julio de 2020, sin mayor explicación, la petición a la Unidad de Víctimas. Al cierre de esta publicación no se obtuvo respuesta de la Unidad.
El dato más contundente que se pudo obtener de esta cartera provino de la Dirección de Derechos Humanos del Ministerio del Interior, cuando afirma que “el PAO se encuentra adelantando múltiples iniciativas de cofinanciación que se encuentran finalizando su proceso de estructuración y se implementarán en el segundo semestre del presente año (2020). Estas iniciativas tienen como finalidad el carácter preventivo y de autoprotección de las comunidades. Al respecto, se destaca que cerca del 40 % están dirigidas para comunidades indígenas, especialmente para los departamentos de Caquetá, Cauca y Valle del Cauca”. Sin embargo, no aclara cuáles son los avances que se han conseguido para el esclarecimiento y la prevención de las violencias contra líderes y lideresas indígenas durante el 2020 (Leer la respuesta completa).
El Cuerpo Élite, a partir de investigaciones adelantadas en articulación con la Fiscalía General de la Nación (FGN), mantiene dentro de sus hipótesis que las razones de los asesinatos están relacionadas con la naturaleza de sus liderazgos, coacción por parte de grupos armados (por colaboración con la Fuerza Pública y “diferencias con integrantes de estructuras armadas”), razones ajenas a la defensa de los derechos humanos y circunstancias derivadas en la reclamación, restitución, recuperación y formalización de tierras, y defensa del medio ambiente (como la extracción minera o la explotación de madera).
Además, puntualiza que “los 50 casos de homicidio contra Líderes Indígenas (sic) que registra ONU-FGN desde 2016 hasta el 21/08/2020, han ocurrido en los siguientes departamentos: Cauca (17), Chocó y Nariño (4), Arauca, Putumayo y La Guajira (3), Valle, Caquetá, Caldas y Antioquia (2), y con (1) caso los departamentos de Risaralda, Meta, Sucre, Huila, Quindío, Vichada, Cesar y Norte de Santander”.
Tanto el Cuerpo Élite de la Policía Nacional como el Comando General de las Fuerzas Militares de Colombia y la Unidad Nacional de Protección (UNP) concordaron en que las acciones y medidas de protección que la institucionalidad elabora para la protección de las comunidades indígenas se realizan de la mano de las comunidades en concordancia con los riesgos de cada una y que por tanto “son diferentes para cada comunidad. Estas se conciertan con las Entidades y se adecúan técnicamente en una hoja de ruta”, explica la UNP.
Para las comunidades indígenas en todo el territorio nacional, la UNP ha brindado diferentes tipos de esquema, entre ellos vehículos blindados, motocicletas, hombres de protección, chalecos antibalas, botones de apoyo, medios de comunicación, transporte fluvial y hasta reubicación, en caso de que permanecer en el territorio implique un riesgo inminente. El 2019 fue precisamente el año en que más se ratificaron (1.772) e implementaron (793) estas medidas de protección.
Además, esta institución indica que desde el 2016 han sido asesinados 38 líderes y lideresas indígenas que contaban con algún esquema de protección de la UNP. Por año se observa que los hechos ocurrieron así: un asesinato en el 2016, ocho en el 2017, nueve en el 2018, 14 en el 2019 y seis hasta el 9 de julio de 2020 (ver respuesta completa).
Varias fuentes conocedoras de esta problemática concordaron en que los principales actores que ponen en riesgo a las comunidades indígenas en todo el territorio nacional son los grupos armados, los actores del narcotráfico, las multinacionales y aquellos que creen que el pueblo indígena no contribuye al ‘desarrollo’ del país, por ejemplo, al oponerse a un proyecto extractivista que afecte al medio ambiente. El Comando Élite de la Policía responsabiliza al Ejército de Liberación Nacional (ELN), al ‘Clan del Golfo’ (o Autodefensas Gaitanistas de Colombia), al Grupo Armado Organizado residual ‘Guerrillas Unidas del Pacífico’, al ‘Frente Oliver Sinisterra’ y al Grupo de Delincuencia Común Organizado (GDCO) ‘La Rebelión’ como los principales responsables de asesinar líderes y lideresas indígenas.
Además de los asesinatos, gran parte de los pueblos indígenas se han visto afectados por las amenazas que cada año proliferan firmadas por distintos e inciertos actores armados. La recopilación que se hace desde la ONIC evidencia que durante el 2020 están afectando especialmente al suroccidente del país, la región del Catatumbo (Norte de Santander) y los departamentos de Chocó, Córdoba y Putumayo, explica su vocera.
“Todos los pueblos indígenas existen de una manera propia, desde su contexto y desde la situación que está viviendo”, por eso, explica Quilcué, las situaciones de riesgo varían y en algunos departamentos y municipios son endémicas.
En La Guajira, las comunidades se ven muy afectadas por la presencia de multinacionales que inciden sobre los recursos hídricos (ver segunda sección). En municipios del departamento de Nariño, como Tumaco, Barbacoas y Ricaurte, se registran altos índices de desplazamiento por disputas entre actores armados ilegales por rutas del narcotráfico. Razón que también ha puesto en especial riesgo a líderes y lideresas sociales en los municipios de Corinto, Toribío, Caloto y Caldono, en el Cauca. En Caldono, sin embargo, la comunidad indígena ha afectado intereses de actores del narcotráfico quemando cargamentos de marihuana y coca, razón por la cual, explica Quilcué, están amenazados muchos de sus líderes, pero en donde, según la Defensoría del Pueblo, solo han asesinado un líder indígena.
En el caso del Cauca, los líderes han sido asesinados, amenazados y objeto de más violencias, pero las comunidades resisten de manera colectiva. “Los líderes nos debemos a la comunidad. No podemos hablar de manera individual. Nosotros resistimos en la medida en que las comunidades están ahí, juntas”.
En algunas regiones, cuando asesinan a un líder o lideresa con una representatividad fuerte, su comunidad se desplaza, como ocurrió el 12 de abril de 2019 en Riosucio, Chocó, con el asesinato del líder social Aquileo Mecheche. Estas situaciones de desplazamiento también se deben a que algunas comunidades en ciertos territorios están dispersas y “organizativamente también pueden estar débiles. Eso es un factor de riesgo porque la comunidad no está preparada para afrontar este tipo de conflictos”, explica Quilcué.
Antioquia, Cauca, Nariño, Norte de Santander y Valle del Cauca son algunos de los departamentos que cuentan con comisiones permanentes del Cuerpo Élite de la Policía Nacional, pero allí las cifras de asesinatos contra líderes indígenas no menguaron, por el contrario, se dispararon en el 2019 (ver documento completo). En un ejercicio de cruce de bases de datos de seis organizaciones que registran la violencia contra líderes sociales y episodios de desplazamiento, se encontró que municipios de Caloto, Corinto, Suárez, Toribío (Cauca), Tumaco (Nariño) y Riohacha (La Guajira) son los principales territorios donde repuntó la violencia contra líderes para ese año. Solo en estos municipios, el cruce de información evidenció 73 tipos de violencias (asesinato, amenaza, secuestro, entre otros) contra esta población en el 2019. Ver base de datos completa.
Mecanismos de monitoreo adscritos al Tejido de la Vida y los Derechos Humanos de la Asociación de Cabildos Indígenas del Norte del Cauca (ACIN) indican que “el 2019, para las comunidades del norte del Cauca, fue uno de los años donde más se afectó al movimiento indígena y a las comunidades desde la firma del Acuerdo de Paz”, sostiene uno de sus voceros.
En la historia reciente de las comunidades indígenas del Cauca, esta es la tercera época que más ha afectado al movimiento indígena. La primera tuvo lugar entre los años 2000 a 2004, con la entrada del paramilitarismo al norte del Cauca, época en la que tuvieron lugar masacres como la del Naya o la de Gualanday. Con estas acciones buscaban infundir terror con el sadismo de los crímenes.
La segunda se dio entre el 2009 y 2014. Antes de las negociaciones en La Habana, el territorio experimentó un incremento de violencia por parte del Frente Sexto de las FARC, la columna Jacobo Arenas y la columna móvil Gabriel Galvis. El vocero de la ACIN recuerda que en aquella época se registraron altos índices de tráfico de armas, desplazamiento, asesinatos de comuneros indígenas y otras violaciones a los derechos humanos.
En el Acuerdo de Paz las comunidades depositaron sus esperanzas, aunque reprocharon la baja participación del pueblo indígena en la construcción del Acuerdo, razón por la cual el capítulo étnico se logró a último momento. Esta poca participación y escucha de la perspectiva étnica es lo que diferentes autoridades indígenas señalan como un agravante del recrudecimiento de la violencia en los territorios indígenas.
Después de la firma del Acuerdo de Paz y de respirarse una ligera calma, en el territorio del norte del Cauca se vivió la expansión del ELN, la llegada del EPL y la reconfiguración del Frente Sexto de las FARC en las columnas disidentes Dagoberto Ramos y Jaime Martínez, como se evidencia en la Alerta Temprana N° 033-19 de la Defensoría del Pueblo. Ahora, llegado el 2020, las comunidades también han escuchado hablar de la Segunda Marquetalia en la región, como lo constatan algunos medios de comunicación.
El narcotráfico nunca se fue y los grupos que permanecieron en esta región se quedaron detrás de las economías ilegales. “Todos los grupos llegaron con el lenguaje de venir a salvar a la comunidad y anunciaban que las FARC habían ‘traicionado al pueblo’ y que ellos eran ‘los salvadores’. Más o menos cada grupo que aparecía en la zona decía que ellos eran ‘los salvadores’ y que el otro no”, asegura el vocero del Tejido de la Vida y los derechos humanos de la ACIN.
Los defensores de derechos humanos reconocen que bajo la autoridad de las FARC, si bien se presentaban asesinatos y otras agresiones, se respetaba la dirigencia social. Jhoe Sauca, vocero del CRIC, explica que ahora el actuar de los nuevos grupos es desmedido. “Es una actuación en defensa clara de lo ilícito, del narcotráfico, que ya no tiene un foco político. Eso nos permite evidenciar que esas estructuras, que inclusive siendo excombatientes de las mismas FARC, están divididas en varias células que se pelean entre ellos mismos el control del narcotráfico”, explica el vocero del CRIC. Al respecto, el miembro de la ACIN agrega que finalizando el 2018 y más evidentemente en el 2019, desde la Asociación evidenciaron cómo los grupos armados dejaron de excusarse en los discursos de insurgencia que los hacía tener unos mínimos de respeto con la comunidad indígena.
El norte del Cauca fue la región más letal para los liderazgos indígenas entre 2019 y marzo de 2020. En los municipios de Toribío, Caloto y Suárez se presentaron 15 hechos violentos en los que murieron 21 líderes y lideresas indígenas.
*Da clic sobre los sujetos y objetos para conocer los eventos en los que asesinaron a líderes sociales indígenas en los municipios de Toribío, Caloto y Suárez (norte del Cauca), desde 2019 hasta el inicio de la cuarentena por la pandemia actual. Para consultar cada evento cierra la ventana emergente anterior para pasar al siguiente.
El consejero mayor de la Unidad Indígena Del Pueblo Awá (UNIPA), Rider Pai, con preocupación ilustra cómo este pueblo indígena que habita en el vecino departamento de Nariño se encuentra supeditado a la voluntad de los grupos armados, que no terminan de identificar, pero sobre los cuales han evidenciado una extenuante lucha por el control del territorio.
Uno de los hechos más recientes que evidencia la angustiosa situación por la que atraviesa el pueblo Awá tuvo lugar en la madrugada del 26 de septiembre, cuando la comunidad presenció una disputa territorial dentro del Resguardo Inda Sabaleta en Tumaco, Nariño. Aunque los hechos no terminan de esclarecerse y las Fuerzas Militares no se ponen de acuerdo con el número de víctimas que registran las organizaciones de la sociedad civil, según un comunicado del Colectivo de Abogados José Alvear Restrepo (CAJAR) los hechos fueron protagonizados por los grupos armados organizados Los Contadores y el Frente Oliver Sinisterra, ambos disidencias de las FARC, dejando como saldo cinco muertos, dos heridos y 40 secuestrados. El lunes 28 de septiembre la UNIPA publicó un comunicado en el que asegura que el número de muertos es cuatro (dos de estos indígenas) y tres personas desaparecidas. Hasta 28 de septiembre es la información pública sobre los hechos.
#ATENCIÓN| Compartimos el comunicado oficial de la organización UNIPA frente a la crisis humanitaria que vive el resguardo Inda Sabaleta que se encuentra ad portas de un desplazamiento masivo. @luiskankui @ONUHumanRights @CIDH @DefensoriaCol @MAPPOEA @MisionONUCol @PGN_COL. pic.twitter.com/Im7iEZSLnx
— Organización Nacional Indígena de Colombia - ONIC (@ONIC_Colombia) September 28, 2020
En este panorama de conflicto, los procesos organizativos se han visto amenazados al oponerse a las acciones armadas, la contaminación y las violaciones al Derecho Internacional Humanitario (DIH). “Se han presentado casos en los que llegan a casas y asesinan a una familia entera o que lanzan granadas. Es una táctica de guerra que está muy complicada para la población”, cuenta.
Según la UNIPA, desde noviembre de 2016 al 14 de agosto de 2020, en los 27 resguardos y los cinco en proceso de constitución en el departamento de Nariño, se han presentado 148 violaciones a los derechos humanos de las comunidades Inkal – Awá en el territorio nacional. Entre estos resaltan los homicidios (39), amenazas (32), desplazamiento forzado (5), lesiones personales (4), entre otras.
Con las amenazas y asesinatos se ha buscado interrumpir o debilitar el proceso organizativo y “hoy nos tienen mucho más dispersos a raíz de las amenazas, a raíz de una presencia constante de actores armados”, explica el consejero mayor. Esto, como indica Aída Quilcué, afecta el proceso organizativo y deja a las comunidades más expuestas al desplazamiento.
Rider Pai lamenta el panorama que le toca asumir a su pueblo indígena, un contexto en el que los actores armados buscan involucrarlos. “Hoy, a nosotros como población civil, nos ponen en la mitad del accionar de los actores armados que están en la región. Si un indígena sale, por ejemplo, del Resguardo Gran Rosario al Resguardo Hojal La Turbia, lo ven como objetivo militar”. El vocero del Tejido Defensa de la Vida y los Derechos Humanos de la ACIN concuerda con Pai, asegurando que en el norte del Cauca hay una lógica del ‘enemigo interno’ que afecta a toda la comunidad indígena; los grupos armados involucran a la comunidad en su disputa y frecuentemente acusan a la comunidad de ser colaboradora de sus enemigos.
“En el 2019 fue mucho mayor la capacidad de desarmonía en el territorio que producían estos actores armados, casi la mitad de las víctimas eran comuneros indígenas (...). Más o menos la lógica con la que venían estos actores armados era decir ‘se unen con nosotros o hay que eliminarlos’. Eso se ha mantenido hasta ahora”, cuenta el defensor de derechos del norte del Cauca.
Con el incremento de la violencia a finales del año 2017 en el norte del Cauca, desde el 2018 se volvió a fortalecer el ejercicio de control territorial y la Guardia Indígena empezó a dar resultados contundentes, capturando miembros de los grupos armados ilegales y llevándolos ante la justicia indígena y la justicia ordinaria, destruyendo armas y municiones, reteniendo vehículos y otras acciones para impedir su presencia en el territorio.
Como explica Lejandrina Pastor de la ONIC : “para los pueblos indígenas el territorio es como si fuera una persona, es defender la vida porque tiene una connotación que se mete con el cuerpo, cuando se meten con el territorio vulneran los derechos de cualquier persona, sean colectivos e individuales”.
Estas acciones de control territorial los convirtió rápidamente en un blanco de violencia que, por su misma naturaleza, los ha dejado expuestos. La masacre ocurrida cerca al Resguardo de Tacueyó, en el municipio de Toribío, en la que murió la gobernadora Cristina Bautista y cuatro guardias más, evidencia una elevada capacidad armamentística y fuerte despliegue operativo de los grupos armados en el territorio para acabar con el proceso organizativo de control territorial del norte del Cauca.
“Los armados identificaron en la Guardia Indígena el elemento operativo de muchas decisiones comunitarias y la invalidaron mediante amenazas, algunos atentados y secuestros”, explica el vocero del Tejido de la Vida y los Derechos Humanos de la Asociación de Cabildos Indígenas del Norte del Cauca (ACIN).
La ‘chonta’ o bastón de mando de las comunidades indígenas del norte del Cauca.
Foto: Archivo El Espectador
Floresmiro Noscué tiene 44 años y lleva 20 en la Guardia Indígena de la región. Es uno de los indígenas que estuvo desde el primer momento en que se gestó la idea de una guardia civil indígena que controlara lo que ocurría en el territorio.
Hasta el 2011 fue guardia de acción territorial, desde entonces ha ocupado otros espacios de liderazgo en la Guardia y en la comunidad. Se ha desempeñado como coordinador de guardia, gobernador del Resguardo de Tacueyó, docente y ha hecho parte de algunos procesos organizativos de la Asociación de Cabildos Indígenas del Norte del Cauca (ACIN).
El 28 de mayo de 2001, un mes después de la masacre de El Naya, en la vereda El Tierrero (Caloto), Resguardo de Huellas, se crea lo que se conoció como ‘Guardia Cívica’. Así se establecieron alrededor de 2.000 guardias como una estructura permanente, con la participación de seis resguardos indígenas. Sin embargo, el impacto fue tal que en menos de cuatro meses los entonces 19 resguardos del Cauca terminaron por conformar una guardia por cada resguardo.
Con el pasar de los años, el trabajo no solo iba encaminándose a confrontar las estructuras paramilitares sino que se sumó un trabajo de resistencia ante otros actores armados, como las entonces FARC.
En agosto de 2004 fue secuestrado el alcalde del municipio de Toribío, Arquímedes Vitonás, junto a otros líderes indígenas, en el departamento de Caquetá. Al conocer la noticia, la Guardia fue a rescatar a su líder, como siempre lo ha hecho: desarmada y con la ‘fuerza de la montonera’. “Nosotros nos internamos selva adentro, casi caminando 12 horas, y nos internamos hasta allá donde estaba la comandancia de las FARC y logramos rescatar al alcalde de Toribío y su comisión”, recuerda Floresmiro.
Los medios de comunicación los esperaron hasta que salieron de la selva, que desde aquel momento anunciaban el hecho como una hazaña histórica. Eso les afianzó más el ejercicio de control territorial, asegura el guardia, además de conseguir que el hecho fuera visto con gran admiración por otros sectores indígenas del territorio nacional. “A tal punto que en este momento tenemos guardias indígenas en 23 departamentos del país”, explica.
Con el Acuerdo de Paz se respiró una tensa calma en la región, pero con las disidencias y la reconfiguración de nuevos actores armados, se fue pronto. “Muy bonitos los acuerdos, pero nosotros sabíamos que no se iban a cumplir. Y al no cumplir, el conflicto nuevamente se iba a recrudecer. Y más para nosotros”, explica justificándose en el histórico volumen de actores armados ilegales en el territorio y el arraigo del narcotráfico.
El guardia recuerda que paulatinamente se empezó a escuchar en la región sobre la presencia del ELN, el EPL, el mexicano Cartel de Sinaloa y disidencias de las FARC como la columna Dagoberto Rámos y la columna Jaime Martínez, “pero no son grupos guerrilleros. Para nosotros son grupos delincuenciales al servicio del narcotráfico”, Esa multiplicidad de actores con un interés común sobre el negocio de las drogas ha recrudecido, explica el guardia, los actos violentos en el norte del Cauca. “Y quieren sacarnos a nosotros que siempre hemos estado aquí”.
El guardia ataña los actos violentos al fortalecimiento de los ejercicios de control territorial, que consiguió desde decomisos de cargamentos de cultivos ilícitos y armas, hasta judicializaciones ante las autoridades indígenas y encarcelamientos ante el sistema penal nacional. Uno de estos hechos es el que tuvo lugar el 6 de febrero de 2019, en el que hombres a bordo de una motocicleta se saltaron el puesto de control de la Guardia. Tras la persecución, en la que fue herida una guardia, lograron capturar a ocho personas confesas como miembros de las disidencias de las FARC y decomisar armas y municiones. Después fueron llevados ante el sistema judicial y encarcelados en el marco del artículo 96 de la Ley 1953 de 2014. Otro caso similar ocurrió el ocho de marzo del mismo año, en el que capturaron y judicializaron, también, a ocho personas.
Aída Quilcué explica que los ejercicios de control territorial son los mecanismos de protección, a nivel colectivo e individual, más fuertes que tiene el pueblo indígena. “Nos cuidamos entre todos, por eso somos sujetos colectivos. Cada vez que una familia es amenazada, el riesgo no es solo de la familia sino para la comunidad, por lo tanto se hace necesario que todos nos autoprotejamos”, señala.
Las amenazas en el norte del Cauca empezaron desde el año 2018 y en el 2020 siguen circulando, con la diferencia de que ha aumentado el precio por la vida de los guardias y gobernadores. Sin embargo, solo fue hasta el 1 de agosto de 2019 que ocurrió el primer asesinato de un guardia en lo corrido de ese año: Gersaín Yatacué, el primero de una larga lista. El guardia fue asesinado en el municipio de Toribío cuando desempeñaba un ejercicio de acompañamiento “porque en nuestros territorios, cualquier persona que suba solo lo secuestran o le quitan el carro”, explica Floresmiro.
El 4 de agosto, en la vereda La Luz del municipio de Toribío, asesinaron a Enrique Guejia Meza, médico y sabedor ancestral. En el momento del hecho, Guejia portaba su bastón de autoridad indígena.
El 10 de agosto, la guardia indígena iba a acompañar a miembros de la comunidad a una feria de café en Toribío. Ese día se hizo un sondeo en tema de seguridad, porque venían personas de otro país y ellos pidieron que fuera la Guardia Indígena la que les brindara seguridad. El primer día, cuando la Guardia bajó a recoger a algunos que venían de Cali, fue hostigada. “Al segundo día nosotros lo que hicimos fue mover unos guardias indígenas en muchos más vehículos para poder garantizar la venida de las personas, pero resulta que, cuando íbamos de bajada, nos interceptaron nuevamente este grupo armado y empezaron a disparar a los vehículos que iban bajando, y allí nos asesinaron a dos guardias indígenas y hubo seis heridos”. En los hechos perdieron la vida Kevin Mestizo Coicué y Eugenio Tenorio.
Según Floresmiro, desde ese momento declararon a la Guardia Indígena objetivo militar. “Ya no podíamos bajar de Toribío a Santander (de Quilichao), porque sobre esa vía, todo aquel que portara un chaleco, una pañoleta o algo que lo identificara con el CRIC o como guardia indígena, era un objetivo militar”.
Para los trayectos empezaron a usar más los vehículos blindados de la UNP y tomar medidas de seguridad. Sin embargo, con todo y las prevenciones ocurrió la masacre del 29 de octubre de 2019, en la que murieron la gobernadora Cristina Bautista y cuatro guardias, y resultaron heridas seis personas más.
Los guardias que fueron asesinados con la gobernadora eran: James Wilfredo Soto de la vereda El Culebrero, tenía 39 años y durante 9 años hizo parte de la Guardia Indígena; José Eliodoro Uniscue de 38 años, de la vereda López Adentro, hacía aparte de la Guardia desde el 2001; José Gerardo Soto de 47 años, llevaba aproximadamente siete años en la Guardia, y Asdrúbal Cayapú Campo de 37 años, quien llevaba 18 años en la Guardia.
Muchos temían. En palabras del vocero de la ACIN: “pasaron (la Guardia) de estar de la ofensiva a la defensiva”. Pero las hostilidades no lograron amedrentar el proceso organizativo. “La masacre era para bajar la fuerza que tenía la Guardia Indígena, pero no. No lo lograron. Como decimos nosotros en nuestras canciones: ‘matan uno y nacen cien. Por cada indio muerto, otros miles nacerán’”.
Indígenas nasa acompañando el cortejo fúnebre de la autoridad tradicional Cristina Bautista, desde la vereda La Capilla, donde vivía, hasta la vereda La Susana, en donde fue ‘sembrada’, en el resguardo de Tacueyó, Toribío, Cauca.
Foto: Lía Valero
El 29 de octubre del 2019, la gobernadora Cristina Bautista y miembros de la Guardia Indígena, ante un anuncio que circulaba en la comunidad, salieron al rescate de un presunto indígena secuestrado por un grupo armado, sin embargo, cuando llegaron a instalar el puesto de control en la vereda La Luz, del municipio de Toribío, fueron emboscados. La gobernadora indígena y cuatro guardias perdieron la vida. Uno de ellos era Asdrúbal Cayapú.
Tenía 39 años y era el hermano mayor de la familia Cayapú. En total eran siete hermanos: tres mujeres y cuatro hombres. Como él, dos de sus hermanos estaban metidos de lleno en la Guardia o como ellos prefieren decir: eran kiwe thegnas. Asdrúbal tenía una hija, estaba separado de su esposa y para el 2019 había vuelto a vivir con sus papás y sus hermanos.
Uno de sus hermanos, Alver Cayapú, de 30 años, no termina de explicarse cómo fue Asdrúbal y no él quien terminó muerto. Si bien Asdrubal fue quien animó al resto de hermanos Cayapú a hacer parte de la Guardia, era propiamente Alver quien se encontraba más activo en los procesos de control territorial para ese año y, así mismo, el más amenazado.
“Asdrúbal nos decía que esta (la Guardia) era la única manera de caminar en la lucha, caminar en este proceso. Quería que no andáramos por ahí en esos caminos de los grupos armados porque esa no era la manera de uno llegar. Yo por mi parte terminé hasta Quinto de primaria y ahí sí me metí a este proceso. Igual que mi hermano”.
Asdrúbal Cayapú brindaba consejo a los jóvenes para que llevaran proyectos de vida que le aportaran a la comunidad.
Foto: Cortesía
Según relata su familia, Asdrúbal inició en la Guardia a pocos años de haberse fundado y durante mucho tiempo estuvo muy activo en el proceso. Fue fiscal de la vereda Alto de la Cruz, del municipio de Toribío, pero nunca abandonó a la Guardia. En el 2013 fue coordinador suplente de la Guardia del Resguardo de Tacueyó. Tiempo después fue vigilante del colegio Quintín Lame por cuatro años y los días que le quedaba tiempo ejercía control territorial como guardia. Luego volvió a entrar de lleno al proceso y pasado un año y medio ocurrió la masacre.
“Cuando coordiné la Guardia, él era uno de los muchachos más activos que tenía. Él siempre se destacó, siempre estuvo pendiente. Cada vez que lo requerían, él nunca decía que no. Nunca se perdía un taller, capacitaciones o escuela de formación de la Guardia. Estuvo también en el movimiento juvenil… siempre se destacó. Hasta el día de su muerte portó su bastón. Él nunca dejaba su ‘chonta’, su bastón de guardia indígena... hasta el día que falleció”, recuerda Floresmiro Noscué.
Aquel 29 de octubre la Guardia salió a cumplir con el control territorial. Alver recuerda que Asdrubal estaba feliz y hasta participaba del relajo compañerista de la Guardia. “Y era ríanos ahí en el control territorial. No nos esperábamos lo que iba a ocurrir ese día. Fui la persona a la que le dieron el primer impacto”, recuerda Alver, a quien la bala lo hirió en el costado izquierdo, donde tenía el machete que usaba para segar la maleza del campo. Pero Alver no pudo contar más. El recuerdo de aquel día le cortó el habla.
Lugar de la masacre de la gobernadora indígena y los cuatro guardias.
Foto: Archivo El Espectador
Durante un mes, Alver estuvo recuperándose en el hospital y ante el panorama de riesgo posterior a la masacre, se plantea la idea de llevarlo a otro lugar, pero él insistió en quedarse. “Como decía mi hermano: ‘de acá me sacarán pero muerto’”. Entre hermanos se decían que si uno de ellos moría, los demás debían seguir. Y así fue.
A veces teme por su vida, pero más que por su seguridad, por la de su familia, aunque asegura que ya se han acostumbrado a los actos violentos en el territorio. “Muchas veces han ocurrido muchos atentados aquí en la casa. Cuando se empezó a escuchar que la recompensa de la cabeza de un guardia que costaba un millón, realmente los actores armados comenzaron a pagar eso por cada cabeza de un guardia. Ahí empieza una violencia muy fuerte contra los kiwe thegnas”, explica.
Desde Popayán, en la Marcha por la dignidad, llegaron comunidades indígenas para denunciar la situación de seguridad durante la pandemia.
Foto: Archivo El Espectador
El defensor de derechos humanos de la ACIN explica que desde finales del 2019 las comunidades indígenas se han visto en la necesidad de entablar diálogos humanitarios con los actores ilegales, en otras palabras: convivir con los actores armados para alcanzar algún nivel de tranquilidad. “No es un reconocimiento político a los actores armados pero si es el reconocimiento a su estructura, la capacidad de daño que tienen estos armados en el territorio, en especial contra la vida de comuneros indígenas”. Sin embargo, esta decisión no logra conseguir la tranquilidad del pueblo indígena del Cauca.
Solo en la primera mitad del 2020 se evidenció un panorama alarmante en los índices de agresiones y asesinatos contra líderes y lideresas indígenas, cuando alrededor de la mitad de asesinatos han ocurrido en el Cauca. Según la Defensoría del Pueblo, han sido asesinados siete líderes y lideresas indígenas en el Cauca, cuatro de ellos en municipios del norte del Cauca, hasta el mes de junio del 2020. Una cifra altamente superior a las dos muertes que registra la institución para el 2019.
“Luego nos agarró esta pandemia. Ha sido fatal para nosotros como comunidades indígenas porque ha roto lo que más fuertes nos hace: la acción colectiva. Es decir, nosotros nos defendemos por nuestra montonera”, manifiesta con preocupación el vocero de la ACIN. Con esto mismo concuerda Rider Pai, consejero mayor de UNIPA. Según Pai, las comisiones con las que se busca verificar la situación de las comunidades en diferentes territorios de Nariño, no se están logrando hacer plenamente, pues los lugares “desconocidos” están vetados.
El vocero del norte del Cauca reconoce que tras los hechos violentos, la Fuerza Pública ha hecho más presencia en el territorio, consiguiendo capturas y decomisos de droga, pero aún las estructuras armadas siguen con gran fuerza en la región.
El Comando General de las Fuerzas Militares de Colombia sostuvo que el contacto con las comunidades se sigue haciendo bajo los lineamientos establecidos en la Directiva 16 de 2006 del Ministerio de Defensa, que busca establecer mecanismos de acercamiento con las comunidades y atender sus necesidades. Sin embargo, a Pai le preocupa que la militarización de los territorios indígenas, por la cuarentena, pueda provocar contagios en las comunidades y aumentarse las confrontaciones, aunque reconoce que los actores armados están desplazándose libremente por el territorio, aprovechándose del confinamiento.
Con todo y eso, muchos de los líderes y lideresas indígenas se resisten a abandonar su territorio porque se sienten en la necesidad de luchar por sus ideales: “los liderazgos han intentado, de alguna forma, ser voceros de las comunidades en torno al respeto de la vida y del territorio”, en palabras del vocero de la ACIN.